Papelitos y democracia

Desde hace años uso un tarjetero/portadocumentos que, como en otros aspectos funcionales de mi vida, suele convertirse en un desorden absoluto cinco minutos después de que lo haya vuelto a ordenar. Nada extraordinario: allí conviven DNI, licencia de conducir, cédula verde (aunque hace mucho que ya no es verde) del auto, tarjetas bancarias y hasta una tarjeta de cartón que, ante cualquier emergencia, anuncia que padezco diabetes. Desde hace más de 35 años me acompaña para alertar al que me encuentre sobre la causa real de un eventual desmayo producto de una inesperada hipoglucemia. A riesgo de spoilear, y para tranquilizar al lector, nunca tuve que pasar por eso.

¡Ah! También suelen poblar esos pequeños sobres diferentes tickets de cajero automático, detalles de compras cotidianas, etc.

El fin de semana estaba abocado a esa tarea de volver a poner cada elemento en su sitio y de tirar en la basura esos papeles que, como bien suele decirme mi mujer: “¿Para qué guardás tanto papelito inservible?”, cuando en la última hoja aparecieron varios talones de un color celeste, con aspecto e información de documento público.

No pude evitar un dejo de nostalgia. Eran las constancias de haber cumplido el deber de ir a votar en todas las elecciones –presidenciales, legislativas, PASO y alguna que se me debe olvidar– desde que tales actos dejaron de asentarse en la vieja y querida libreta verde (analógica, obviamente) y en la celeste que la reemplazó en 2009.

Ya no conservo la verde (su estado ya era bastante calamitoso, después de treinta años de andar en bolsillos de pantalones, sacos y valijas), pero sí su reemplazo color cielo. Allí aún puede verse que los últimos registros son en agosto y octubre de 2011 (PASO y elección nacional). Desde entonces hasta la presidencial de 2023, un cálculo a vuelo de pájaro muestra que tendría al menos 12 tickets firmados y sellados por el correspondiente presidente de mesa como constancia de mi asistencia a los comicios. Asistencia perfecta.

Poco después de aquella elección, ya saben, el DNI se transformó en una tarjeta totalmente digitalizada, mucho más práctica, claro, aunque todavía le queda un paso pendiente que obliga a que el registro de haber cumplido te lo entregan en un rectángulo de papel. ¿Hay que guardarlo? ¿Qué pasa si no lo hago? Y lo más importante, para alguien desordenado como yo: ¡¿dónde se guarda?!

Seguramente muchos se habrán ido desprendiendo de esos testimonios, acaso confiados en que en este país nunca nadie te pide nada (si ni las multas por no votar se pagan ni te impiden volver a hacerlo).

Yo no. Hasta este domingo. Pero arrojar esos papelitos al cesto me hizo pensar en por qué era tan importante guardar esas huellas de participación democrática hasta ahora.

Los mayores me entenderán: el 30 de octubre de 1983 estaba a punto de cumplir 25 años e iba a votar por primera vez. Había ingresado en la edad habilitante en plena dictadura militar, y poder ejercer ese derecho por primera vez fue una marca indeleble, que necesitaba ser ratificada a cada paso.

No me gusta dar lecciones ni que me las den. Y soy consciente de que la tan vapuleada democracia aún tiene muchas deudas con los argentinos, incluida la monetaria. Conmueve (al menos a mí, pese a que no soy radical y no lo voté) volver a escuchar el Preámbulo de la Constitución en el vozarrón de Raúl Alfonsín en 1983, igual que muchos discursos posteriores. Incluso aquel de que con la democracia “se come, se educa, se cura”, a sabiendas de que hasta ahora no fue una garantía.

Pero sufrimos tanto para llegar hasta acá que, créanme, no vale la pena cambiar de régimen, y sí vale la pena seguir intentándolo, sin autoritarismos pese a que puedan esconderse en una mayoría circunstancial. Para esto, ya no es necesario guardar papelitos.

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