La hora de los que se las saben todas

Los que solo tienen certezas no escuchan. No necesitan a los demás. En algún momento de sus vidas, vaya a saber uno cuándo y por qué, se han aferrado a una convicción totalizadora a través de la cual leen el mundo y lo explican todo. Como no la sueltan, carecen de la disposición para abrirse a la palabra del otro. Fundamentalistas, saltan cuando alguna opinión ajena contradice su dogma y ahí mismo ponen en su sitio al hereje. Están siempre en guardia, y sus ataques son en realidad reacciones defensivas. Si una idea ajena a su credo lograra filtrarse por alguna fisura de su blindado entendimiento, la duda, ese enemigo mortal, podría causar la súbita caída de todo el edificio, dejando al fanático expuesto a la intemperie de la libertad. ¡Vade retro!

Los que solo tienen certezas dividen. Son ellos contra el mundo, que vive equivocado. No conciben que se pueda mirar las cosas desde más de una perspectiva. La única válida es la suya, que adquiere la estatura de una verdad objetiva e irrefutable. Aquellos que no adhieren a ella solo pueden ser esclavos voluntarios de la ignorancia o estar inspirados por los móviles más abyectos. Unos y otros son despreciados por el dueño de la verdad. Y por supuesto, como potenciales agentes de la duda, son enemigos declarados. Ante ellos, no hay otra alternativa que la lucha.

Los que solo tienen certezas son violentos. Lo suyo es la política de la cancelación, borrar de la escena a los que no comulgan con lo que su biblia dice, dado que impiden que la buena nueva se extienda. La ira está justificada contra aquellos que obturan el advenimiento del Paraíso en la Tierra. Se acalla la voz ajena porque la propia aspira a ocupar todo el espacio. Al que piensa distinto se le niega el derecho de expresarse. Y si lo hace, a la carga con él. Una pulsión que está en el germen del totalitarismo.

Los que solo tienen certezas viven en su propia película. Anclados en su verdad inmutable, han cerrado los ojos a la complejidad siempre cambiante de la realidad. Todo aparece desfigurado por la lente reductora de sus creencias. No hay espacio para los matices. Un matiz es una falla de apreciación a través de la cual el diablo busca meter la cola, y ceder a esa debilidad se pagaría caro. Así, la realidad se esfuma, como desdibujada detrás de un vidrio empañado por el dogma, y el fanático, en lucha constante contra los infieles, empieza a ver conspiraciones por todos lados.

Los que solo tienen certezas son soberbios. Incapaces de abandonarse al diálogo, solo abren la boca para dar lecciones. Como la tienen clara, siempre están por encima de quienes todavía se resisten a ver la luz. Aunque la pérdida del sentido lógico que supone reemplazar la razón por el dogma los lleve a contradicciones flagrantes, su inteligencia esclarecida les permite trazar diagnósticos definitivos. Sin embargo, la fe los lleva al terreno de la admonición y la profecía, géneros literarios a los que se entregan con el ego elevado en el púlpito de una autoasumida superioridad.

Los que solo tienen certezas ejercen atracción. Y prosperan en un tiempo confuso como el nuestro, en el que los presupuestos que nos sostenían, como el progreso o la movilidad ascendente, se han desvanecido en el aire. Mejor todavía les va a aquellos profetas que acoplan su voz a la ira de multitudes que, impotentes, descargan a través de ellos su frustración por las promesas no cumplidas de democracias asediadas por la corrupción y la desigualdad.

Lo anterior podría ser una suerte de perfil al paso del populista modelo siglo XXI. Pensaba en líderes de uno u otro signo político que, llamados por el voto a enderezar democracias degradadas, no han hecho otra cosa que profundizar el deterioro previo. Al calor de las redes sociales, cuya dinámica extremó las polarizaciones, estos líderes han acelerado la descomposición de la política justo cuando más se la necesita. Sin ella en su mejor versión, será difícil conferir un sentido colectivo a la incertidumbre y el caos que impera en el mundo.

Al escribir se me impuso, confieso, el discurso de nuestro presidente en las Naciones Unidas. Allí Javier Milei disparó contra el multilateralismo y apuntó a darle escala planetaria a la grieta libertaria. Su guerra santa contra “el socialismo” llevó al país a votar junto a una minoría en la que destacan Corea del Norte, Venezuela, Nicaragua y Rusia. Una cosa es descreer de la efectividad de las políticas de la ONU y otra, muy distinta, abjurar de sus objetivos y verla como un “Leviatán de múltiples tentáculos” que atenta contra la libertad.

También pensaba en Cristina Kirchner. Le caben, creo, muchas de las características de mi incompleta descripción. Que cada lector le asigne a Milei las que, a su entender, le corresponden. En tren de asignar, lo que le adjudicaría a la expresidenta y al kirchnerismo, así como a los gobiernos peronistas previos, es la responsabilidad mayor por una pobreza de escándalo que afecta a más de la mitad de los argentinos. Pero a no desesperar: por más mal que estemos, y más allá de nuestra tendencia a reincidir, nunca es tarde para aprender a desconfiar de los que se las saben todas.

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