La franquicia es una parodia mordaz sobre la filmación de una película de superhéroes

La franquicia (The Franchise, Estados Unidos-Reino Unido/2024). Creación: Jon Brown. Dirección: Sam Mendes. Guion: Jon Brown, Marine Hyde, Keith Akushie. Producción: Armando Ianucci. Elenco: Himesh Patel, Billy Magnussen, Lolly Adefope, Darren Goldstein, Aya Cash, Richard E. Grant y Daniel Brühl. Disponible en HBO y MAX. Nuestra opinión: buena.

Desde 8 y 1/2 a The Player, desde Extras a Irma Vep, existen decenas de ficciones cinematográficas y televisivas que cuentan la realización de películas. Esta presenta el valor agregado de que acaso sea la primera que ironiza sobre un fenómeno reciente: la proliferación de las franquicias de superhéroes. “Franquicia” es el nombre genérico para cualquiera de las secuelas, precuelas, rebooteos o spin off de una obra. Es evidente que el rubro de los encapuchados que combaten el mal está saturado: hay una “fatiga de superhéroes”, tal como asegura con preocupación un personaje de esta serie. El hecho de que La franquicia sea, a la vez, una parodia de ese género y también una revelación humorística de sus hilos es una doble confirmación de su propio diagnóstico. No se hecha mano a tales recursos ante una novedad.

Como The Player, el primer episodio se inicia con un largo plano secuencia (puede ser una coincidencia, pero, en ambas ficciones, los personajes discurren sobre “un planeta con dos soles”). La cámara sigue a la tercera asistente de dirección, Dag (Lolly Adefope), mientras llega a su primer día de trabajo en una película de superhéroes llamada “Tecto”, una secuela que es parte del “universo” cinematográfico de los ficticios estudios Maximum. El personaje ingresa a un set gigante, repleto de extras vestidos como hombres-pez o criaturas de musgo con lanzas, de técnicos y asistentes frenéticos y de actores que reclaman atención permanente. El primer asistente de dirección Daniel (Himesh Patel) intenta contener la aparente anarquía de la situación mientras atiende una decena de frentes a la vez, desde los conflictos disparados por el narcisismo de sus estrellas a la ansiedad de un director europeo con veleidades de visionario presionado por lo que considera demandas vulgares de Hollywood, como que haya más luz en las escenas.

Filmar el caos en un plano secuencia (un prolongado movimiento de la cámara que surca una o varias locaciones y encapsula, sin cortes, una acción), paradójicamente, requiere de un gran control. Al empezar con la exhibición contundente de una destreza técnica que no aparece en el aquelarre del otro lado de la cámara, la serie indica que está por encima del mundo que retrata, algo que no suele ser un buen presagio. Al mismo tiempo, toda la situación es un cliché: decenas de veces vimos tracking shots de personajes desbordados mientras navegan por una avalancha de reclamos o pequeñas crisis. La secuencia está cargada de gags, pero la mayoría son de baja efectividad, como cuando Daniel le asegura al director Eric (Daniel Brühl) que “todo está bajo control” y un instante después, a su ayudante, que “no hay nada bajo control”, o luego, en una variación del mismo chiste, cuando se dice a sí mismo “no debo entrar en pánico” con el tono nervioso de quien entra en pánico. Para señalar la insensibilidad y el egocentrismo del ambiente del cine llega otro gag de poco voltaje: el movimiento febril del set se congela por un instante cuando Daniel exclama “el estudio está en llamas”; luego, “no, falsa alarma, son solo unas casas” y todo vuelve a la indiferente normalidad. Esta primera escena demuestra tempranamente que para que esta serie termine de ser la sátira punzante que pretende no alcanza solo con ejercer cinismo y superioridad, sino que necesita la aplicación de, al menos, un par de manos más de sutileza e ingenio.

Corresponde señalar que no todo el humor es de este calibre y hay gags mejores, pero más que en chistes puntuales, esta comedia de ocho episodios de media hora, creada por el exguionista de Veep y Succession Jon Brown, se luce en la manufactura de un elenco con el tipo de personalidades insufribles que uno ama detestar, como un jefe cruel que disfruta de la humillación de sus subordinados -y que remite al mandamás de los estudios Marvel, Kevin Feige- o un actor británico imposiblemente vanidoso que nunca deja de mencionar su pedigree superior por haberse formado en el teatro clásico. Al cabo de un tiempo, sin embargo, cuando los personajes no hacen más que reforzar su rasgo principal en cada chiste, su ambigua seducción empieza a deshojarse.

Aparentemente, muchas de las situaciones representadas están basadas en sucesos reales, de modo que quienes sigan muy de cerca los entretelones de las producciones de Marvel (la serie es de HBO, vinculada a la compañía DC, es decir que los dardos solo están apuntados a su rival) seguramente encontrarán un atractivo adicional. El resto de público verá una ficción más sobre las miserias del show business que nos dice nuevamente que todo el que tiene poder lo ejerce despóticamente, en especial con los débiles, y que quienes no lo tienen son obsecuentes o manipuladores mientras esperan su momento. Su tesis es que ningún rastro de humanidad puede sobrevivir en ese ambiente, a la vez tóxico y fascinante. La tragedia cómica de sus personajes excede el rubro de las franquicias y está expresada en el chiste clásico, citado como motivo de esta serie, acerca del hombre que lleva años limpiando excremento de elefante en un circo. Un día alguien le pregunta por qué no se consigue otro trabajo. “¿Qué? ¿Y dejar el mundo del espectáculo?”, responde.

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