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Hablar de su familia es hablar de helado. Diego Achilli lleva en sus venas el espíritu emprendedor y la tradición italiana que caracterizan a su familia. “Mis cuatro abuelos son italianos. Leonardo y Bettina, de parte de mi mamá, eran de Castelpetroso. Eran los dos del mismo pueblo, y de ahí vinieron para acá, ya casados. Del lado de mi papá, José y Marina, que también eran italianos y eran oriundos de Montegiorgio y Tolentino, respectivamente. Todos vinieron sin nada”.
Esa última frase no es una exageración. Una anécdota familiar lo ilustra a la perfección: “Una vez, mi abuela enchufó una heladera y la empezó a usar. A mi abuelo casi le agarra algo. Le dijo: ‘Nosotros no tenemos plata para tener una heladera’”. Ese sacrificio y esa humildad cimentaron el camino de una familia que, décadas después, terminaría dejando una huella imborrable en el mundo de los helados.
Hoy, Diego maneja el negocio familiar que fundó su padre, Roberto, un comerciante nato que en 1972 abrió la primera heladería de la familia. En diálogo con LA NACION, repasa cómo, a partir del esfuerzo y la pasión, los Achilli convirtieron el helado en una tradición que sigue creciendo, generación tras generación.
-Diego ¿A qué se dedicaban tus abuelos? ¿Cuáles fueron sus primeros pasos en el país?
-Mi abuelo José hacía reparaciones de artículos del hogar: heladeras, cocinas, ese tipo de cosas. Era como un técnico “todoterreno”. Mi abuela Marina era ama de casa. Se radicaron acá, en Villa Lynch, que en ese momento era uno de los epicentros de la diáspora italiana en el país. El barrio estaba en plena formación, casi no había gente. Por el lado materno, mi abuelo Leonardo trabajaba como albañil, y mi abuela Bettina también era ama de casa. Ambos formaron sus familias acá. Mis padres nacieron casi al mismo tiempo: mi mamá a fines del 52 y mi papá a comienzos del 53.
-Tu padre, Roberto, el fundador de “Los Amores”…
-Sí, pero al principio él no tenía nada que ver con los helados. Mi viejo empezó repartiendo garrafas de gas en bicicleta. En esa época no había gas natural en el barrio, así que las garrafas se entregaban casa por casa. Mi papá arrancó con eso cuando tenía apenas 12 años. Imaginate: pedaleaba por las calles de tierra, con las garrafas en la canastita de la bicicleta. Siempre fue un comerciante nato. Incluso de pibe veía cómo podía venderle mejor a uno u a otro. Mientras tanto, mi mamá era muy ama de casa. Con el tiempo, mi viejo fue creciendo con su negocio. Pasó de la bicicleta a un camión y, finalmente, en el 72 abrió su primer local de helados.
-¿Y cómo empieza esa historia? La de los helados…
-Te cuento cómo fue. Mi abuela Marina era fanática del helado. Acá cerca había una heladería que se llamaba Pololo, y mi papá siempre la llevaba ahí. Un día, pasó por nuestra casa un hombre que estaba vendiendo máquinas para hacer helados. Tocó el timbre, presentó su propuesta: te vendía la máquina, te enseñaba a usarla y te daba una fórmula básica. Mi papá, que siempre fue un tipo de mil ideas, dijo: “¿Por qué no intento hacer helado?”. En ese momento tenía 19 o 20 años. Con esa máquina, abrió su primera heladería. Fue en un local que ahora se llama Repuestos Walter. Mi papá mismo hizo poner los cerámicos del lugar, y ahí empezó a elaborar helados. Todo era muy casero. Pero mi papá, en esa época, era un tiro al aire. Imaginate: hacía helado algunos días, otros no. Mi abuela lo instó a que se pusiera las pilas. Porque claro, mi abuela notaba que los vecinos venían y siempre se iban con las manos vacías porque no había helado. Al final, mi papá y mi mamá, Antonia, se casaron, y juntos se pusieron a trabajar. Él hacía el helado y ella lo vendía.
-¿El nombre “Los Amores” también tiene una historia?
-Sí, originalmente mi papá quería llamarla “D’Amore”. Pero el tipo que hizo el cartel le dijo: “Es medio complicado. Mejor poné ‘Los Amores’ y listo”. Mi papá, que nunca fue de complicarse, dijo: “Bueno, dale”. Y así quedó el nombre.
-¿Cuánto tiempo estuvieron en ese primer local?
-Unos tres o cuatro años. Después, la heladería se mudó. Todo pasó porque mi abuelo José falleció, y él tenía una tienda de artículos del hogar. Entonces, la familia decidió cerrar esa tienda y trasladar la heladería al local donde estaba esa casa de artículos.
-¿En ese momento ya fabricaban en mayor cantidad?
-No tanto como ahora, pero sí empezó a crecer. Al fondo de la casa de mi abuela Marina, armaron un pequeño galpón donde fabricaban el helado. Fue ahí donde mi papá empezó a poner en práctica lo que había aprendido de Pololo, la heladería de la que te hablé antes. Esa persona que le vendió la máquina le enseñó la primera fórmula, que mi papá anotó en un librito. Ese libro, que todavía tenemos guardado en una caja fuerte, contiene la receta original escrita a mano. La hacían con una maquinita que producía apenas 8 kilos por tanda. Ahora en el laboratorio tenemos una máquina parecida, pero más chica, que hace 3 kilos.
-También mencionaste a tu hermana. ¿Ella nació en esa época?
-Sí, mi hermana nació en el 75. Desde chicos estuvimos rodeados por el negocio. Nosotros nos criamos entre los helados.
-¿Qué sabores empezaron fabricando?
-En ese momento hacían los clásicos: chocolate, dulce de leche… Obviamente, había otro desarrollo de negocio. Mi papá al principio me contaba que mucho de lo que hacía era usar los productos de una marca llamada Ghelco. Era una marca que vendía preparados: un tachito con la base en polvo, al que solo le tenías que agregar leche y mezclar. Me decía: “Yo no entendía nada, usaba lo que me decían estos tipos”. Después empezó a hacer cálculos y se dio cuenta de que ese tachito costaba 10 pesos, pero si lo hacía él, le salía 5. Entonces aprendió a prepararlo él mismo. Cocinaba todo, trabajaba muchísimo. Me contaban que a veces se quedaba durmiendo arriba de las bolsas de azúcar. Yo también lo hice alguna vez: son bastante cómodas, eh. En esa época, como no tenían equipamiento, las máquinas no funcionaban bien durante el día porque hacía mucho calor. Por eso mi papá cocinaba de noche. Todo era muy artesanal.
-En los 70, el helado era más de temporada, ¿no?
-Sí, era un producto de estación. Nosotros laburábamos en la heladería durante el verano y después, cuando cerraba, mi papá salía a buscar otro trabajo para mantenernos.
-¿Y de qué trabajaba?
-Hacía de todo. Me acuerdo una vez que le prestó plata a alguien y esa persona no se la devolvió. Nos quedamos sin nada, ni para comer. Entonces, empezó a hacer changas. Por ejemplo, trabajaba en un lugar que vendía maderas, haciendo fletes. Yo lo acompañaba a veces.
-¿Cuándo abrieron el segundo local?
-Después abrieron el segundo en Villa Adelina. Era una heladería que estaba muy deteriorada, pero mi papá la compró igual. Decía: “Vamos a hacer helados grandes, que se les caigan a la gente y los vean”. Y funcionó. Ese local estaba cerca de la esquina Paraná y Silveira, a una cuadra de la estación de tren de Villa Adelina. Me acuerdo que en esa época repartíamos el helado en un Fiat 600, al que le habían puesto un cajón de telgopor encima para poder transportarlo. Con el tiempo empezó a venderle helado a familiares y conocidos. Después, a otros negocios. Así empezó a crecer. Todo era muy desordenado al principio. Por ejemplo, las latas no tenían etiquetas y no había procesos claros. Era como arrancaron muchos: haciendo lo que se podía.
-¿Ya te interesaba el negocio de chico?
-Sí, para mí era un juego. Me encantaba subirme al auto y acompañar a mi papá. Hacíamos de todo: un día pinchábamos quinotos para hacer helado, otro día exprimíamos limones, o traíamos cajones de huevos. Toda la familia ayudaba en algo.
-¿Te acordás cuánto producían en esos años?
-Sí, teníamos una cámara que almacenaba mil latas. Hoy, en un día bueno, vendemos entre 3000 y 3500.
-¿Cómo fue cuando tu hermana y vos tuvieron que elegir qué estudiar?
-Yo fui a una escuela técnica y me recibí como técnico electrónico. Siempre me gustaron esas cosas. De hecho, mi sueño era estudiar robótica en el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés). Pero bueno, durante los veranos trabajábamos en el negocio, y nos fuimos metiendo de a poco. Mi hermana, por ejemplo, trabajaba en la caja del local de Villa Adelina, y yo hacía otras cosas en la fábrica. Ella estudió contaduría y hoy es contadora. Yo estudié ingeniería industrial. Me encanta porque me dio un conocimiento general: cómo funcionan las máquinas, lo eléctrico, lo neumático… Todo eso me ayudó mucho en la fábrica.
-¿Hoy cuántos locales tienen?
-Actualmente tenemos 6 locales propios. Los demás son franquicias. Es un modelo que funciona porque nos beneficia a todos. Si a ellos les va bien, a nosotros también.
-Actualmente, cuántas personas trabajan en la fábrica?
-Unas 60 personas.
-¿Cuál es el sabor estrella?
-Los sabores de dulce de leche son los más vendidos. Más o menos el 24% de lo que producimos tiene como base el dulce de leche. Tenemos muchas variedades: granizado, con nuez, con bombones… Por ejemplo, el “Dulce de Leche de Los Amores” tiene chocolate blanco, bombones rellenos y granizado. En chocolate, el amargo y el granizado son muy buenos. También hay sabores de moda, como Banana Split, que fue el más vendido esta temporada.
-¿Hay sabores que sean modas pasajeras?
-Cuando llegó Starbucks, todos pedían frappuccino. Nosotros hicimos un helado de frappuccino, pero fue algo pasajero. Lo mismo pasó con el maracuyá y el pistacho: tuvieron su momento de gloria, pero después dejaron de venderse tanto.
-¿Y el helado de menta granizada?
-Es un sabor clásico, como la crema del cielo. Hay gente que lo ama y gente que lo odia. La menta es invasiva, como el maracuyá. Pero sigue estando entre los 10 más vendidos.
-¿Hay sabores que ya no se hacen?
-Sí, el quinoto, por ejemplo. Antes era popular, pero ahora casi nadie lo pide. Este año será el último que lo hagamos.
-¿Cómo ves el gusto de los argentinos?
-Somos bastante clásicos. En helados, los más pedidos siempre son chocolate, dulce de leche, vainilla, limón… Es un 80-20: los clásicos son el 80%, y el resto acompaña.
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