Imaginemos a algunas de las cantantes argentinas que hoy logran éxito descomunal: Lali, Tini, Emilia. Imaginemos que en pleno éxito, cualquiera de las tres dice basta, me canse, me recluyo, me aíslo, desaparezco. Eso fue lo que pasó con Ada Falcón, la número 1 del tango que eligió las sierras de Córdoba para volverse invisible.
En una estancia de la provincia de Buenos Aires y cuando asomaba el siglo XX fue parida una niña llamada Ada. Que muy pronto, además de tener la certeza de su nombre, supo también su destino: cantar tangos. La madre la presentó en sociedad a sus 4 años:
-Ella es mi hija, la joyita argentina.
La joyita Ada Falcón inició su carrera de cantante con menos de una década. A los 14, la niña Ada ya ponía la cara en cine. El festín de los caranchos fue su primera película. Era cine mudo, pero lo que valía era que Falcón comenzaba a perfilarse como la mujer del tango, sus ojos verdes y una melena de leona que todos querían poseer.
Las décadas del 20’ y el ‘30 fueron la gloria para el universo tanguero. El género nacido de los parias y por la penuria, había logrado masividad y legitimidad. En ese mundo explotó Ada, junto a Olinda Bozán, Tita Merello y Azucena Maizani. Pero lo de Ada era fulminante, un rayoluz: a los 19 ya cantaba con la orquesta de Fresedo y actuaba en revistas y sainetes, con su madre al lado, siempre presente.
La fama trae el dinero y el dinero un mundo nuevo de ilusión y fantasía. Ada, que era mujer en un país que hace 100 años era de machos y lo sigue siendo, se subía a alguno de sus autos importados, pelo mojado después de baños de inmersión y pisaba el acelerador para que su pelo se secara al viento raudo, transitando por los bosques de Palermo como si no le debiera nada a nadie. Ada, que era mujer, fumaba en público y le importaba todo un carajo. Era, sin más, una diva al estilo jolybud.
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Grabó infinidad de discos, primero con la Víctor, después para Odeón. Actuó en tres películas, fue tapa de todas las revistas de la época e inspiró el tango vals más bello que Francisco Canaro, el gran letrista, compuso en su vida de poeta:
-Yo no sé qué me han hecho tus ojos.
Canaro lo escribió enamorado. De Ada. Pese a estar casado. Ada se enamoró de Canaro. Pero nada fue fácil.
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Inician los ’40 y Ada, fama, dinero y ojos verdes, no quiere cantar más. Regala todos sus bienes a los pobres, se desprende de su mansión palermitana y llega a una lejana y desconocida Salsipuedes. La elección no debe haber sido en vano: Ada no quería salir nunca más de allí. Compró una casona alejada del pequeño centro. En medio del monte y cerca del arroyo. Dos pisos, dos dormitorios –uno para mamá- y una terraza que mira de frente a las Sierras Chicas. ¿Habrá cantado allí? Difícil. Ada resolvió dejar todo. Y eso incluía la canción. Y comenzó a recorrer un mito sobre su presente exiliado del éxito porteño:
-Ada ha tomado los hábitos.
Las revistas que antes la ponían en tapa mostrando tobillos y pescuezo, ahora decían:
-Puta a los 20, monja a los 40.
Dicen en Salsipuedes que llegó buscando internarse en un convento. Que no la aceptaron. Que pese al rechazo, su vida fue la de un monasterio. Siempre oscura la ropa, con mamá al lado, también de trapos negros. Y que cada vez que se paraba en una esquina del pueblo, cantaba su odio a Canaro. Que los fuegos del infierno le hagan pagar todo lo que me ha hecho, musitaba bajo el sol de las Sierras Chicas.
Ada, que tenía ojos verdes y un cabello que todos ansiaban tener entre sus manos cuando transitaba por Palermo, ahora en Salsipuedes, se lo tapa. Por eso: porque el pelo era lo que los hombres más le habían admirado. Y ella ya no quería eso. Cruzaba las calles sin mirar:
-Dios me protege y nada me va a pasar.
Algún vecino de las sierras, enterado de quién era, la invitó a conversar en un café. Pero ella se negó:
-Entre mis promesas, prometí a Dios que nunca más me sentaría con un hombre en un lugar público.
Cumplió.
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Al final de sus días, Ada se hizo terciaria franciscana y vivió como la tradición fraciscana lo indica. Al morir su madre, vendió su casa de dos pisos y se fue a una pieza de alquiler en el centro del pueblo. Cuando ya no tuvo ni para comer, se fue a Carlos Paz y vagó por las calles y las plazas buscando aquella que alguna vez fue. Una monja la rescató y los días de Ada fueron, desde entonces, en el hogar de las Hermanas de San Camilo, en Molinari, pasando Cosquín, a donde llegó en abril de 1982.
En 15 años, supieron contar las monjas que la cuidaron, una sola vez, una persona, la visitó. Nunca sabremos quién fue. El misterio será eterno. Ellas, las monjas, sabían quién era esa gloria del tango y de la noche que ahora cuidaban. Pero Ada nunca les cantó. “Yo renuncié a todo por Dios”, les decía. Cuando les hablaba de Canaro, les hablaba del diablo. “Lo que me ha hecho ese malvado”, repetía ella, cáncer en un ojo y los recuerdos que volvían sólo para hacer daño.
Durante 60 años estuvo oculta. Se juró nunca más dar entrevistas ni hablar con la prensa. Era el punto final. Pero en el año 2002, con los 100 rondando sus tiempos, un documentalista la encontró y ella habló y él le mostró viejas fotos y ella dijo:
-No, para qué recordar.
Y cantó. 6 décadas después, Ada, en Molinari, cantó. Para no recordar.